viernes, septiembre 21, 2007


Mi nuevo libro, "Poetas del Medio Siglo: mapa de una generación", publicado por la UNAM, en la colección Poemas y ensayos, que dirige Marco Antonio Campos.

jueves, septiembre 20, 2007

Prosas apátridas

Es cierto que, para mal del propio Julio Ramón Ribeyro, escritor peruano que está siendo injustamente olvidado, estas líneas que escribo no contribuirán en nada a su ungimiento. Pero de cualquier modo el testimono lo vale por sí mismo, aun cuando lo hubiera dejado morir en el pensamiento. Quiero decir que pocas veces un escritor me ha movido tanto como el escritor que fue Julio Ramón Ribeyro en sus "Prosas apátridas", quienes poco conocen y comentan, o quienes poco comentan aun conociéndolas o viceversa (si esto es posible). La lectura de sus "prosas apátridas" me deja fulminado, y de ellas rescato, sobre todo, la mirada, el punto de vista, y esa forma ribeyroniana de penetrar en la realidad, de extraer sustancia de aquello que parece no tenerla. Sin duda, más que sus cuentos y novelas, lo que perdudará de Ribeyro son sus prosas apátridas, su propio diario. Poco escritores tant escritores como el mismo escritor Ribeyro, y, pese a todo eso, ni se siente que sea un oficiante tan magistral. Por eso adquirí el mal hábito de terminar sus "prosas apátridas" y volverlas a empezar inmediatamente después, terminarlas otra vez y volverlas a empezar, tal como hacen los relojes o el agua de las fuentes.

miércoles, septiembre 19, 2007

Good news

Estoy a puntadoo de realizar la prueba final. Me faltan escasos cinco días. Visto de arriba abajo, podríamos decir que tengo miedo y templanza, pero que el miedo está en la superficie, esto es representado en su propia vulnerabilidad, y la templanza está en lo hondo de mi ser, inamovible, esto es representando su propia invulnerabilidad. Sin embargo, aun cuando puedo ver los dos ámbitos, el miedo y la templanza, y sobre todo el lugar que ocupan, me siento intranquilo, el sueño se me derrumba a mitad de la noche, me vienen de pronto los dolores de cabeza o estómago. La incertidumbre, que es un elemento que se sale de cualquier tipo de control racional, opera haciendo que no alcance yo la total seguridad de mis sentimientos e intuiciones, de ahí que haya momentos de duda y desazón, los cuales terminarán, como será, en el momento en que la visión primigenia, la más pura de todas, esa que nace de forma espontánea, confirme que todas las cosas no sólo han estado bien sino, lo que es mejor, que han permanecido siempre en el mismo lugar.

Clásicos

La única forma de renovar la literatura es renovando a los clásicos. Los escritores clásicos. En la actualidad los lenguajes que responden a nuestra realidad más inmediata, los que conforman, digamos, el espíritu de la época son los que han comprendido esto que acabo de decir. Obviamente que el término renovando a los clásicos es demasiado ambiguo y, por lo mismo, complejo. ¿Qué habrá querido decir?, alguien preguntará. ¿En qué sentido hay que tomar tal expresión?, replicará otro. He ahí el secreto del asunto, precisamente en su dificultad. Pero no faltará quién pueda entenderlo, y verlo claramente, y entonces no faltará quién se convierta en un Joyce, en un Proust, en un Kafka, y en unos cuantos años se convierta tambien en un clásico, y en otros tantos pase su obra por el tamiz de otros que, como él, algún día, intentaron renovar la literatura.

martes, septiembre 11, 2007

Filosofía del Árbol

Mientras caminaba por la zona arbolada del jardín botánico me detuve en un árbol que tenía las raíces expuestas. Un árbol enorme que se entrañaba en la tierra con unos tubérculos de raíces enormes. Entonces pensé que los árboles deberían ser figuras modélicas para los hombres, una especie de ejemplo de virtud. Y que, siendo así, el hombre debería aprender a crecer también hacia dentro, construir raíces largas que a su vez ayudaran a sostener lo construido fuera (casas, automóviles, logros laborales, terrenos, herencias, lujos, ropa carísima). Pensaba que hay un tiempo para construir fuera y un tiempo para construir dentro, y que solo Dios sabe a qué tiempo corresponde lo uno y lo otro. Y cómo. Lo mejor sería ser un árbol pequeño de largas y hondas raíces en medio de un parque que siempre tuviera niños jugando. Sería bueno que siempre hubiera un día soleado y que se oyera, a lo lejos, el canto de los pájaros.

martes, septiembre 04, 2007

Los ojos de Dios

R.G. corría en la cinta metálica del gimnasio. Corría para evadir un dolor que le llegaba hasta el esqueleto del corazón, hasta los huesos del alma. Corría R.G. pensando en la desdicha, implorando. Y entonces, de momento, el hombre que era R.G colocó sus manos en la barandilla del aparato y cerró los ojos. Pidió una prueba grande, divina. En un día radiante de sol pidió a Dios hacer llover. Dijo: haz llover, Dios. Pero el sol seguía incólume ante la imploración. El hombre que era R.G en aquel entonces bajó de la cinta metálica, fue a hacer algunos estiramientos y bebió un poco de agua. Tardaría algunos quince o veinte minutos en realizar estas actividades. Cuando caminaba por el corredor hacia los vestidores vio por la ventana del fondo un cielo nublado, lleno de nubes negras. Conmovido, pensó que se trataba de un espejismo, una mala celada de los sentidos. Entró en el vestidor, se puso el pantalón de mezclilla, la camisa verde, la chamarra negra, y salió del gimnasio. Cuando se detuvo en la acera para cruzar la calle, sintió en el rostro las primeras gotas de lluvia. R.G no lo podía creer. Caminó bajó la lluvia que cada vez arreciaba más hasta que llegó a su oficina. Entró e hizo una llamada a su mujer para contarle lo que le había sucedido. Antes de colgar, volteó y miró por la ventana, otra vez, el cielo atravesado por un sol radiante. La luz del sol extendida en la explanada. R.G o lo que quedaba de él en aquel momento, no pudo evitar llorar. Su llanto, el de ese hombre al que se le dio encontrar lo que buscaba, se fundía con la lluvia que momentos antes le había mojado el rostro. Desde aquel entonces, en el corazón del hombre que es R.G. se levantó un contrafuerte, una fortaleza, un muro interminable que lo protegía de las aves negras y los monstruos que la razón engendra.