jueves, junio 22, 2006

Carece de causa

José Kozer, amigo ya entrañable, me envía su libro "Carece de causa". Un libro lúdico, de una escritura vertiginosa, polifónico y extremadamente celebratorio de la palabra y el mundo. Mundo y palabra: una ínsula extendida, una mano que se abre. Ahí se columbran las voces del buen Kozer, a quien saludo desde esta otra isla, siempre al sur del sur neozelandés.

sábado, junio 17, 2006

Lifestyle

Quedaron en un café. En el café del museo, frente a la propia Universidad. Dos días antes habían hablado del tema. No había ningún problema, al parecer. Ella era del sur de China y él, de Australia o Singapur. Después de tomar el café, decidieron caminar por George Street, no sin antes cruzar el jardín Botánico. Al principio iban un poco alejados (como si se tratara de dos enemigos sin intenciones de limar asperezas), pero conforme la calle se angostaba se fueron acercando hasta que ella (si mal no recuerdo) tomó la mano de él. Era el mediodía: lunchtime, como dicen. Subieron la acera del costado del Meridian, caminaron dos cuadras y entraron en un departamento pulcramente ordenado. Poco después de ponerse cómodos (ella se había ya deshecho el nudo del escote y él, por su parte, se había quitado el pullover y los zapatos), fueron a la cama. Lo hicieron (decía ella) como nunca antes en su vida. Una y otra luz. Bajo sombras y tibiezas. Frente al tierno fuego de la chimenea. Tres horas más tarde, empezaron a vestirse. Él la miraba a ella (sus ojos rasgados y su boca bellísima) con una extraña delectación. Ella, por el contrario, lo miraba a él como si se tratara de un temblor de cielo. Afuera, en la cocina, se oía un ruido de agua hirviendo y un rechinido de cajones que se abren. Él salió de la habitación, dijo have a nice day al hombre que cortaba un trozo de salami y se perdió tras la puerta. Ella, todavía magullada por el viento y sus raíces, fue donde su hombre y, después de comerse un trozo del salami que cortaba, lo abrazó profundamente como intentando, con ello, detener el día.

El día antes de mañana

Estuve pensando en esa mujer. Su rostro se me venía accidentadamente, como si algo me cayera en piedra del cielo. No era mi mujer porque lo hubiera sabido. Tampoco era la mujer de mis sueños, porque la hubiera reconocido también. Era, creo, la mujer de mi vecino. O mi vecino disfrazado de su mujer. El asunto es que esa mujer entraba por la ventana de mi habitación y se instalaba en mi cuerpo, sin hacer ruido. Respiraba en mi respiración. Roncaba a mi compás. Horas enteras estuve sintiéndola. Su cuerpo frío, a veces. Cálido: otras. Siempre sigilosa a cualquier movimiento. Atenuante. Bajo mi piel, su piel. Y yo sentía como un hilo de agua hirviendo en mi dorso. El día antes de mañana le dije a mi mujer, al levantarme, que había estado pensando en esa mujer. Ella se quedó mirándome a ojos visto, largamente, de aquí a allá, con la mirada incrédula de la que ha pasado del éxtasis a la locura.